Homilía de Monseñor José Ignacio Munilla con motivo de la fiesta de San Ignacio de Loyola

Queridos sacerdotes concelebrantes, queridos fieles de Azpeitia y devotos de San Ignacio; estimadas autoridades:


Con respeto y al mismo tiempo, con confianza; con profunda alegría y a la vez, con sentido de responsabilidad, presido por primera vez esta Eucaristía para honrar a nuestro querido Patrono, San Ignacio. Coincide además que este año se celebran los 700 años de la fundación de la Villa, además de los cuatrocientos años de la proclamación de San Ignacio como Patrono. Fue un 31 de julio de 1610, tal día como hoy, hace cuatro siglos. Éste es para mí un gran honor, que se ve acompañado de sentimientos de indignidad y debilidad: somos “poca cosa”, pero confiamos en que es el Espíritu del Señor quien asiste y dirige a su Iglesia.

Mi primera reflexión quiere centrarse en el hecho que aquí nos congrega: la memoria de un santo, Ignacio de Loyola; fiel seguidor de Jesucristo. No hemos sido convocados por las vidas de los poderosos o de los notables de su tiempo, que si bien su historia pudo tener resonancia en un momento determinado, luego se ha perdido en el olvido. Exactamente lo mismo ocurrirá con cada uno de nosotros: Al final de nuestra vida, todo lo que no sea santidad y respuesta fiel a la llamada de Dios, habrá sido inútil y baldío, y no dejará ninguna huella beneficiosa para la posteridad.

Podemos señalar, por lo tanto, una primera lección: lo verdaderamente importante es la santidad, la búsqueda de Dios, el deseo de cumplir su voluntad… Hoy en día, bajo el influjo de una mentalidad practicista, tendemos a pensar que la santidad no es rentable y que no tiene futuro. Sin embargo, la realidad es bien distinta. Como nos dice el Señor en el Evangelio de San Mateo: “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35).

¡Cuántas cosas podemos aprender de San Ignacio! Nuestra Madre la Iglesia nos sigue proponiendo su vida como modelo; mientras que el influjo de su carisma se ha extendido más allá de la orden religiosa por él fundada. En efecto, San Ignacio tiene muchos “hijos” dentro y fuera de la Compañía de Jesús: el Señor lo ha elegido como un instrumento suyo, para ayudarnos a descubrir y a discernir la voluntad de Dios en nuestra vida; para que “acertemos” a dar con ese camino concreto que Dios tiene pensado para cada uno de nosotros, y que será el que nos lleve a la santidad.

Como segunda reflexión quisiera presentaros una singular oración que San Ignacio nos dejó en herencia a sus hijos. Dice así: "Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Todo es vuestro: disponed de ello a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me basta".

En efecto, queridos hermanos, la clave del Evangelio, la clave del cristianismo, la clave de la espiritualidad católica, es ésta: la entrega al Señor de nuestra voluntad. Así lo ha remarcado San Ignacio en esta oración tan hermosa: “Tomad, Señor y recibid mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad”.

Iñigo de Loyola comenzó este aprendizaje cuando vio truncado el sueño de su carrera militar, al caer herido en la defensa del castillo de Pamplona… ¡Soñó con ganar batallas, y de repente se vio humillado y cojo para el resto de su vida! ¡Soñó con la conquista de damas hermosas, pero la Virgen María sanó su impureza, en aquella visita que recibió durante su convalecencia, y le preparó para acoger el don del celibato por el Reino de los Cielos! ¡Soñó con los aplausos de este mundo y con los honores caballerescos, pero el Señor le mostró otro camino: el de la pobreza y la humillación; de forma que en Manresa decidió cambiar sus vestimentas de caballero, por las ropas andrajosas de un mendigo!

Años más tarde, después de haberse entregado a Dios, seguiría soñando… y llegó a soñar en consagrar su vida en Tierra Santa, viviendo en los mismos lugares en los que Jesús había vivido, apartado de los problemas de la vieja Europa… Sin embargo, como dice Ignacio Tellechea en su maravillosa biografía Solo y a pie: “¡Soñó en Jerusalén, pero despertó en Roma!”. Fue la obediencia al Papa la que le llevó a descubrir los caminos que Dios tenía reservados para él. El itinerario de su seguimiento a Jesús pasaría por Roma, más allá de aquellos sueños de su primera época, que –a pesar de las apariencias- no eran auténticamente espirituales. No en vano, en sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola llegaría a formular que el “sentir con la Iglesia”, en plena comunión con el Papa, es un criterio indispensable y seguro para el conocimiento de la voluntad divina.

En resumen, la vida de San Ignacio y su espiritualidad, nos introducen en una verdadera escuela de discernimiento: no es lo mismo desear que querer, no es lo mismo soñar que discernir, no es lo mismo ilusionarse que perseverar, no es lo mismo hablar que hacer, no es lo mismo querer que poner los medios; en definitiva, no podemos dar por buenas nuestras sensibilidades e ideologías, sin cuestionarnos antes si se adecuan al querer de Dios.

Finalmente, San Ignacio, como todos los santos, llega a descubrir vitalmente que la santidad es un don de la gracia de Dios, que requiere nuestra personal cooperación: el pleno desasimiento de nuestra voluntad, para poder dar cumplimiento a SU voluntad. El camino y el carisma de San Ignacio nos enseñan que solamente podemos ser santos; solamente podemos ser felices, cuando estamos en disposición de afirmar con sencillez y con plena confianza: “quiero únicamente lo que Dios quiera”. Fue precisamente San Ignacio quien nos recordó que la renuncia a la propia voluntad, por amor a Dios, tiene más valor espiritual que la resurrección de un muerto.

El modelo de San Ignacio es verdaderamente necesario para la vida de la Iglesia Católica de nuestros días. Más aún, me atrevería a decir que es indispensable, para que no sucumbamos a la tentación del relativismo reinante y de nuestra propia subjetividad. El carisma ignaciano nos preserva de la tentación de crear un dios a nuestra medida, así como una religión a la carta.

Muy queridos hermanos, ciertamente, tenemos que estar muy orgullosos de nuestro santo Patrono, San Ignacio. Nadie como él ha llevado el nombre de esta tierra a todos los rincones del mundo. Los nombres de Loyola y de Azpeitia reciben de Ignacio la mayor de las resonancias… Pero, al mismo tiempo, cada uno de nosotros hemos de acogernos a su patrocinio, con una sincera necesidad de realizar un profundo examen de conciencia en nuestra propia vida. A buen seguro que, también hoy, San Ignacio podría decirnos que el examen de conciencia -y la conversión que produce en nuestro interior- es el medio más eficaz para cuidar nuestra alma, nuestra familia, y nuestro pueblo. La autocrítica, realizada en la esperanza cristiana, es el punto de partida para la liberación de todo hombre.

Nos acogemos a la protección de nuestra Madre Santa María, a quien San Ignacio conoció bajo la advocación de Olatz. La santidad serena que vemos en el Ignacio de la madurez, contrasta con la impulsividad del joven Íñigo, con el cual la Madre del Cielo hubo de tener mucha paciencia (y seguramente también su madre de la tierra, Doña María). ¡Que Santa María nos acompañe en el camino a cada uno de nosotros, y a todo nuestro pueblo, para que lleguemos a esa meta que Dios nos tiene reservada!

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