En agradecimiento a todos los sacerdotes que he conocido, anónimos en sus parroquias, en mi rodar por lugares muy distintos el mundo. Quiero dedicarles estas líneas de elogio en estos momentos en que parece que está de moda atacar a la Iglesia y a sus sacerdotes.
Quiero resumir algunas de las ideas y mensajes que aprendía de los sacerdotes que me han servido de enriquecimiento para la vida.
Desde el nacimiento de la Iglesia se han cumplido las palabras de Jesucristo anunciando que sería perseguida como Él mismo lo fue.
La expansión inicial de la naciente Iglesia fue fruto de la diáspora obligada por la persecución a los cristianos, dentro de Israel, capitaneada por el propio Saulo.
El mismo Saulo, ya convertido, sufre en su propia vida una continua persecución, principalmente dirigida por los mismos judíos que va encontrando en su incansable recorrido en torno al Mediterráneo.
La semilla de los cristianos crece de manera increíble dentro de la cultura romana con sus propios dioses como religión oficial y obligatoria. En esos primeros siglos la joven Iglesia tiene que emplear todo su vigor para definir y defender la doctrina de las herejías surgidas en el seno del cristianismo y, al mismo tiempo defenderse, con poco éxito, frente a las persecuciones a muerte de los distintos emperadores romanos. El apoyo oficial del Emperador Constantino al cristianismo no fue un regalo sino una conquista alcanzada gracias al esfuerzo de los cristianos durante cuatro siglos, hasta conseguir implantarse en todos los estratos sociales de la cultura romana. Aunque la Iglesia como Institución ya había probado su madurez, se puede decir que la declaración de paz de Constantino es el inicio del reconocimiento público que se hace oficial con los siguientes emperadores.
Pues bien, tampoco desde entonces, a lo largo de los dieciséis siglos posteriores, el catolicismo ha tenido un momento de paz. Por unos motivos u otros, de una forma u otra, la Iglesia ha padecido un constante ataque y, en muchas épocas, lo que podríamos llamar una verdadera guerra sucia. Parece como si los enemigos de la Iglesia disfrutasen aireando, cacareando, magnificando y tergiversando las debilidades de los cristianos. Estos enemigos, también, se han encargado de inventar una leyenda negra con la historia de la Iglesia y de dar a esa leyenda el máximo apoyo y difusión.
Precisamente una de las pruebas de la origen divino de la Iglesia es la supervivencia en medio de todos esos avatares; es la única institución de la humanidad que se mantiene viva y activa durante veinte siglos, aparte de la familia y el matrimonio. Solamente una institución de origen y destino divino puede asegurar esa permanencia en el tiempo.
Los protagonistas de esta supervivencia de la Iglesia Católica han sido, guiados por el Espíritu Santo, las cabezas de su jerarquía y la gran masa del pueblo llano, el fiel católico de a pie. Pero, hay otros actores silenciosos de esta efervescente historia eclesiástica que son los sacerdotes. A ellos quiero dedicar unas páginas de agradecimiento, reconocimiento y elogio; por su labor discreta, callada y eficaz en este devenir de la historia del pueblo de Dios. El sacerdote, el cura de parroquia, es una pieza clave para el enriquecimiento espiritual de los fieles y, por tanto, para el alma de la sociedad.
A lo largo de mi vida profesional me ha tocado viajar a muchos países de Europa y América Latina, a veces, permaneciendo bastante tiempo en diferentes ciudades. Siento un gran agradecimiento por los santos e instituciones que han reformado y enriquecido la Iglesia pero, además tengo un gran agradecimiento por todos esos diferentes sacerdotes anónimos que me ha tocado conocer y que, cada uno a su manera, me ha ayudado en mi ajetreada vida trashumante, de cada uno he aprendido lecciones útiles para la vida.
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